EL CORREO CATALÁN / ARCADI ESPADA
Un mundo sin preguntas
15.08.2009
Querido J:
Reconocerás al Partido Popular una extraordinaria facilidad para convertir en oro todo lo que toca y convendrás conmigo en que su reacción ante lo que considera un acoso ilegítimo del Gobierno ha generado un inesperado y creciente rechazo. Al PP ya le llaman Prohibido Preguntas. Durante las últimas semanas Javier Arenas, Francisco Camps, Dolores de Cospedal, Mariano Rajoy y Federico Trillo han dirigido mensajes a los periodistas, sin admitir sus réplicas e incluso sin hacer acto de presencia ante ellos y enviándoles un vídeo con sus declaraciones. Desde luego, no se trata de una metodología exclusivamente conservadora. Una búsqueda elemental revela, entre otros muchos indispuestos a la preguntas, estos nombres: Florentino Pérez, José María Aznar, Miguel Ángel Moratinos, Mariano Fernández Bermejo, Alberto Ruiz-Gallardón, Arnaldo Otegi, Jordi Pujol, Barack Obama, José Blanco, Nicolas Sarkozy, María Teresa Fernández de la Vega y José Luis Rodríguez Zapatero. A pesar del centón, la repetición viciosa en un corto plazo y la ya citada capacidad áurea de los conservadores han provocado la creación de un grupo en Facebook y otras erupciones internáuticas. Su objetivo: lograr que los periodistas ignoren cualquier mensaje que no tenga posibilidad de réplica
Yo me adhiero, inquebrantable, y tú me seguirás o incluso arrancarás primero.
Sin embargo, no deberíamos engañarnos: los medios son también responsables de este comportamiento. En realidad la nueva práctica sólo escenifica, aunque con un desparpajo algo caradura, lo que ha sido durante mucho tiempo el anodino procedimiento habitual: dar por buenas, sin mayor mediación, las declaraciones políticas. Cualquier político podría afirmar, con poco esfuerzo metafórico, que sus procedimientos de última hora no alteran lo esencial: hace mucho tiempo que disponen de barra libre en los periódicos para proferir las afirmaciones más vacuas. El manejo mediático de las declaraciones (no sólo las políticas) atiende pocas veces al texto para ceñirse al argumento de autoridad: es decir, al rango de las personas que hablan.
Cualquier bobada o cualquier mentira se ennoblece en boca de la autoridad. Es cierto que, a veces, hay que atenderla obligatoriamente, porque la palabra de la autoridad puede tener un carácter performativo, de configuración drástica de la realidad: así la del oficial que grita «¡Fuego!» ante el pelotón de fusilamiento. Pero las más de las veces su intervención en lo real no es otra que la de alimentar la maquinaria palabrera. Aunque fiados de la superstición de que sus afirmaciones, por el sólo hecho de que las profiera su boca, van a construir la realidad. Cuando la señora De Cospedal declara que hay espionaje no aspira a la descripción de la situación, sino al dictado de una sentencia. Aspira a que en la conciencia de los ciudadanos se instale mágicamente el hecho indubitable: hay espionaje. Naturalmente se trata de una muy torpe ingenuidad. A los pocos minutos de su intervención, su socialista homólogo declara lo contrario con igual ampulosidad, parecido método e intención idéntica. Y el inacabable empate histórico de las opiniones sigue su curso hasta que, muy de tanto en tanto, lo derriba un hecho. Es decir, una afirmación con pruebas.
Las nuevas estrategias indican que el periodismo de declaración ha seguido su evolución lógica hasta convertirse en periodismo de comunión. La ausencia de preguntas y el envío de vídeos pretenden reducir al mínimo el rozamiento de la autoridad y su palabra con lo real. La supresión de la rueda de prensa cierra el paso a la posibilidad del incidente (una vacilación en la respuesta, una confusión en los datos, un adjetivo extemporáneo) que por la fuerza de lo inesperado pudiera desplazar a un lugar secundario lo sustancial del mensaje. Se trata, en fin, del sueño de todo político: un mundo sin mediación donde ellos hicieran al tiempo de Dios, Hijo y Vicario en la tierra. A propósito: un muy osado pionero de esta utopía fue el presidente Jordi Pujol cuando, en una célebre entrevista publicada en La Vanguardia, no sólo dio las respuestas sino que se hizo también las preguntas. ¡Y cuando la entrevista se publicó (¿lo recuerdas?) aún mostró su descontento porque el periódico había elegido un titular que no era de su gusto!
Sin embargo, lo más novedoso y útil de este debate no afecta sólo a la conducta de los políticos. Interesa, sobre todo, a la innumerable pléyade de adolescentes irresponsables (algunos con barba cana, pensión de jubilación y cuenta en Facebook) que claman todo el día por el arrinconamiento definitivo del periodismo y su sustitución por una suerte de algorítmica agregación robótica. Un obseso monstruo idiota. Un google news hecho sin periódicos. Lo que la conducta de los mencionados líderes off prefiguran es un mundo sin periodismo, es decir, un mundo sin preguntas. La diferencia con el ayer es que tal mundo es hoy técnicamente posible, y lo es suavemente: o sea, sin necesidad de acudir a las distopías orwellianas. Cualquier fuente tiene ya la posibilidad de dirigirse al público sin mediadores: desde la Dirección General de Tráfico hasta un equipo de fútbol; desde un político hasta un poeta. Basta que un ciego robot se desplace conforme a los estímulos mecánicos del rss (las alertas que avisan de la actualización de las páginas web) y deje su alijo de respuestas sin preguntas en algún contenedor con formato para que un sucedáneo del periódico alardee de cumplir con su supuesta misión informativa. Alguien podrá objetar que eso es lo que ha hecho y hace el periodismo; y lo cierto es que con dolor y fracaso los periodistas habrán de admitir que muchas veces es verdad. Pero la diferencia está justamente en el dolor. Los políticos y agregadores (muy hermanados en sus conveniencias) exhiben su método sin dolor ninguno. Todo lo contrario; no se privan de incluir un punto de jactancia, de altivez tecnológica y civil. En los foros adolescentes ha procreado con singular fertilidad la idea de que la desaparición de la mediación, es decir, del periodismo, supone el derribo de una nueva barrera en la definitiva (y siempre aplazada) conquista del poder por las masas y en la búsqueda de la verdad. No quiero que nadie me diga lo que tengo que leer, ni cómo debo hacerlo, o qué importancia debo darle. Es la cantata pueril. Alguno incluso va más lejos: nadie me diga lo que debo leer: ya me lo escribo.
Lo único que cabe esperar es que semejantes fantasías tóxicas queden en evidencia por los rudos procedimientos de los políticos en lata.
Sigue con salud
A.
No hay comentarios:
Publicar un comentario